Junto a las cocheras del Tramvia Blau, en Barcelona, en la calle de Bosch i Alsina, se alza una casa modernista, la Casa Fornells. Esa casa, obra del arquitecto Rubió i Bellver, que fue colaborador de Gaudí y edificó también la Escuela Industrial, podría pasar desapercibida, como la última de la serie de edificios asombrosos de la avenida del Tibidabo, que ahora son sede de los colegios ingleses más distinguidos y de prósperas agencias de publicidad si no fuese por su torre: ostenta tantas filigranas y ornamentos, pilares y balaustres y arcos amenos que cuando te fijas en ella por primera vez musitas : "¡Escher!".
En efecto recuerda vivamente las torres de Babel, las torres astrológicas, las torres por cuyas escaleras una hilera de personajes desfilando en procesión cerrada, subiendo y bajando escaleras imposibles, y las demás torres contradictorias, laberínticas -paradojas espaciales-, que le complacía imaginar a Maurits Cornelis Escher, cuyo arte celebra estos días una exposición en Madrid.
Los dibujos que realizó a partir de la mezquita de Córdoba y de las estelas de la Alhambra atestiguan la influencia sobre su obra de la arquitectura árabe, y quizá, me atrevo a aventurar ante la semejanza de la torre de la Casa Fornells con las torres de sus grabados, también de la arquitectura modernista de influencia mozárabe. En cualquier caso, en sus dos viajes a España, en 1922 y 1936, Escher se detuvo en Barcelona y es posible que durante algún paseo viese la torre de Rubió y que un vago recuerdo de ésta afloró años después, en su estudio de Bruselas o de Baar, cuando se puso a dibujar esas torres como conjeturas matemáticas...
Como suelen hacer los creadores turbadores de verdad, Escher procuraba pasar por un tipo corriente, si acaso con alguna manía inofensiva: "No puedo evitar bromear con nuestras certezas, me gusta burlarme de las leyes de la gravedad. ¿Están ustedes tan seguros de que el suelo no es el techo? ¿Y de verdad creen llegar a un nivel superior al subir una escalera?"...
Para algunos de nosotros son una tentación incluso las más irritantes de sus imágenes. Y sus espirales, sus laberintos, sus cintas de Moebius, sus espejos esféricos, se han erigido en representaciones de nuestra época y de sus angustias: ¿quién no se ha quedado absorto contemplando esas dos manos que se dibujan recíprocamente, en circuito cerrado, y que pueden representar la idea Dios o del universo creándose a sí mismo?
Las visiones de Escher fueron muy apreciadas en los guetos contraculturales de la transición, como instantáneas de mundos mágicos, de prodigios sensoriales que nos aguardan en estados paralelos de la conciencia a los que podemos acceder mediante la ingesta de tal o cual droga. En esos contextos las paradojas geométricas de Escher se usaban como la famosa foto en que Albert Einstein saca la lengua al observador: No hacía falta entender sus ecuaciones, bastaba con captar que era un tío enrollado, y tanto la teoría de la relatividad como las geometrías de Escher avalaban el colocón. (De hecho, hasta hace bien poco, había en mi pueblo un pub que mostraba nada más entrar por la puerta un grabado inmenso de Escher que ocupaba toda la barra. Ahora el pub está cerrado y nos hemos quedado sin Escher. Pero me consuelo con ver un cuadro de Kandinksy, otro agitador de la consciencia, que está colgado en otro pub ... y que siempre me produce una sonrisa al verlo, porque está girado 90 grados).
En determinados subsótanos intelectuales se sigue recurriendo a los dibujos de Escher para ilustrar lo vago y lo conjetural. El icono más socorrido de Escher es el autorretrato con un espejo esférico en la mano, donde Escher, que era muy delgado y tenía los ojos muy grandes, parece un mago en trance de autohipnotizarse e hipnotizar a quien lo mire, y que sea lo que Dios quiera.
En efecto recuerda vivamente las torres de Babel, las torres astrológicas, las torres por cuyas escaleras una hilera de personajes desfilando en procesión cerrada, subiendo y bajando escaleras imposibles, y las demás torres contradictorias, laberínticas -paradojas espaciales-, que le complacía imaginar a Maurits Cornelis Escher, cuyo arte celebra estos días una exposición en Madrid.
Los dibujos que realizó a partir de la mezquita de Córdoba y de las estelas de la Alhambra atestiguan la influencia sobre su obra de la arquitectura árabe, y quizá, me atrevo a aventurar ante la semejanza de la torre de la Casa Fornells con las torres de sus grabados, también de la arquitectura modernista de influencia mozárabe. En cualquier caso, en sus dos viajes a España, en 1922 y 1936, Escher se detuvo en Barcelona y es posible que durante algún paseo viese la torre de Rubió y que un vago recuerdo de ésta afloró años después, en su estudio de Bruselas o de Baar, cuando se puso a dibujar esas torres como conjeturas matemáticas...
Como suelen hacer los creadores turbadores de verdad, Escher procuraba pasar por un tipo corriente, si acaso con alguna manía inofensiva: "No puedo evitar bromear con nuestras certezas, me gusta burlarme de las leyes de la gravedad. ¿Están ustedes tan seguros de que el suelo no es el techo? ¿Y de verdad creen llegar a un nivel superior al subir una escalera?"...
Para algunos de nosotros son una tentación incluso las más irritantes de sus imágenes. Y sus espirales, sus laberintos, sus cintas de Moebius, sus espejos esféricos, se han erigido en representaciones de nuestra época y de sus angustias: ¿quién no se ha quedado absorto contemplando esas dos manos que se dibujan recíprocamente, en circuito cerrado, y que pueden representar la idea Dios o del universo creándose a sí mismo?
Las visiones de Escher fueron muy apreciadas en los guetos contraculturales de la transición, como instantáneas de mundos mágicos, de prodigios sensoriales que nos aguardan en estados paralelos de la conciencia a los que podemos acceder mediante la ingesta de tal o cual droga. En esos contextos las paradojas geométricas de Escher se usaban como la famosa foto en que Albert Einstein saca la lengua al observador: No hacía falta entender sus ecuaciones, bastaba con captar que era un tío enrollado, y tanto la teoría de la relatividad como las geometrías de Escher avalaban el colocón. (De hecho, hasta hace bien poco, había en mi pueblo un pub que mostraba nada más entrar por la puerta un grabado inmenso de Escher que ocupaba toda la barra. Ahora el pub está cerrado y nos hemos quedado sin Escher. Pero me consuelo con ver un cuadro de Kandinksy, otro agitador de la consciencia, que está colgado en otro pub ... y que siempre me produce una sonrisa al verlo, porque está girado 90 grados).
En determinados subsótanos intelectuales se sigue recurriendo a los dibujos de Escher para ilustrar lo vago y lo conjetural. El icono más socorrido de Escher es el autorretrato con un espejo esférico en la mano, donde Escher, que era muy delgado y tenía los ojos muy grandes, parece un mago en trance de autohipnotizarse e hipnotizar a quien lo mire, y que sea lo que Dios quiera.
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